
La cultura se puede nombrar de muchas maneras. Las interpretaciones de ella son muy amplias, polifónicas, y parece que está en todas partes: en la mesa en que comemos, en las calles que transitamos, en las ideas que sostenemos, en la educación en que confiamos, en la forma de administrar los cuerpos, las ciudades, en las maneras de gestionar las emociones, en cómo vivimos en comunidad, etc. Está en todas partes, aunque no sepamos qué mismo es eso que llamamos cultura. Nadie niega su existencia, ni nadie niega tampoco, su condición de indispensable para la vida individual y la existencia colectiva. De ella hay muchas clasificaciones que no terminan por definirla.
Sin caer en reduccionismos que hacen angosta la dimensión de la cultura, es importante que en nuestra ciudad —cuya historia está marcada por la huella de eso que llamamos cultura y de la que nos preciamos ser su capital— se planteen discusiones sobre ella, sobre su potencia humanizadora, su historia llena de conquistas y derrotas, sus conflictos actuales frente a las transformaciones del mundo, su función esperanzadora, en fin, sobre su función política y humana para los nuevos tiempos. No hay que usarla solo como instrumento del turismo, del embellecimiento de la ciudad, del dinamismo económico. No solo es el arte, la fiesta, el espectáculo, los museos y las galerías. Está en las ideas con que encaramos el futuro, en nuestra relación con la naturaleza y el vecindario. Es tan local como universal, eso hace que sea difícil aprehenderla, y quizá ahí radica su verdadero vigor.
Pablo Vivanco Ordóñez
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