La vida social parece ser una permanente construcción de identidades. Cada vez que nos atribuimos unas determinadas características también estamos creando un adversario que tiene las características opuestas. Nos gusta pensar que somos ciudadanos modelo. No botamos la basura en la calle, barremos nuestras veredas, pulimos nuestros vehículos y nuestras ropas resplandecen a la luz del sol. La santidad laica que proclamamos pasa por la limpieza, el orden, la regularidad en las comidas, en fin, esos hábitos saludables que nos permiten mirar con reproche a esos otros que se atreven a cambiar el brócoli por el chicharrón.
Desde nuestro impecable altar cívico también miramos con un desprecio disfrazado de caridad a las familias de migrantes que piden ayuda en las esquinas, a esos infecciosos vendedores ambulantes que nos ofrecen un jugo que ni en sueños podría alcanzar una licencia sanitaria, a las señoras que infestan nuestro aire inmaculado con el olor de tripas asadas. La asepsia de la ciudad se contamina con el factor humano. Por una transposición perversa identificamos a las bacterias y a los virus con las personas. Llegados a este punto ya resulta más fácil descartar como nocivos a otros seres humanos y así en nombre de la prístina pureza ciudadana es fácil aceptar los golpes, las persecuciones, las celdas y, con nuestra blanquísima conciencia lavada con el infalible detergente de la indiferencia, volver a nuestro querido empleo con la seguridad de que, en esta tierra maravillosa, sólo es pobre el vago que quiere serlo. Al caer el sol, hundidos en el mullido lecho de nuestros privilegios, nos damos una palmadita en la espalda por ser tan buenos ciudadanos.