La Constitución de la República, en su Art. 1, determina que el Ecuador ‘…se organiza en forma de república y se gobierna de manera descentralizada’, determinando además como deber primordial del Estado según el Art. 3.6, el ‘promover el desarrollo equitativo y solidario de todo el territorio, mediante el fortalecimiento del proceso de autonomías y descentralización’.
En otras palabras, la Carta Magna prevé la descentralización administrativa estatal a través de la delegación de ciertas atribuciones del gobierno central hacia entidades locales para que éstas a su vez provean de servicios públicos a la comunidad, sin alterar con ello el carácter unitario del estado.
En esa línea, la organizacional territorial en nuestro país está determinada en función de regiones, provincias, cantones y parroquias rurales, estableciéndose además regímenes especiales, mancomunidades y hasta regiones autónomas.
El propio Cooatad en su Art. 105 señala que la descentralización no constituye una forma opcional de organización estatal sino más bien se considera como una ‘… transferencia obligatoria, progresiva y definitiva de competencias con los respectivos talentos humanos y recursos financieros, materiales y tecnológicos, desde el gobierno central hacia los gobiernos autónomos descentralizados’, a fin de ‘…garantizar la realización del buen vivir y la equidad interterritorial, y niveles de calidad de vida similares en todos los sectores de la población, mediante el fortalecimiento de los gobiernos autónomos descentralizados y el ejercicio de los derechos de participación, acercando la administración a la ciudadanía’ (Art. 106 Ibídem).
Como se advierte, existe un marco constitucional y legal, desde luego perfectible, que permite avanzar en un proceso como el de la descentralización tan necesario para el desarrollo de las provincias satélites, es decir, de aquellas zonas alejadas de los grandes polos de desarrollo que, en el caso del Ecuador, tiene una cabeza tricéfala visible: Quito, Guayaquil y Cuenca.