Y ahí están, encaramados en los balcones que les da lo magister o PhD. Desde esas falsas alturas miran con desdén al paso de la gente, los acusan de ignorantes a los que no pudieron ir a la escuela, de pobres porque que trabajan a brazo partido para comer algo todos los días, por no vestir bien, o por hablar como habla la gente, sin respeto de las grandes normas de los gruesos libros que forran las paredes de sus bibliotecas.
Su recato los hace médicos de cabecera de la política para los que desdeñan de lo popular, para los que no pronuncian izquierda porque los hace rojos y lo rojos los condena. Mientras que también hay otros, remozados, que quieren decir muchas cosas, pero sin que parezca que están de algún lado específico: hablan sin propiedad y definen sin definirse.
De todas formas y de ambos lados, hay un poco de todo, algunos siguen ahí, desde sus impolutos argumentos que suenan bien pero que son cascarones vacíos y vaciados, pero que retóricamente son efectivos. Muchos de ellos no están comprometidos, ni siquiera con sus propias ideas, porque buscan aceptación, no buscan condiciones para pensar el mundo de forma crítica, buscan aplausos. Dicen lo que la gente quiere oír, y no reparan en que esas comodidades también provocan efectos serios en los votantes y en el futuro.
Quien opina se enfrenta a la desgarradura de un mundo sobrepoblado de panfletos, eslóganes y carteles elevados a la categoría de virtuales en videos, posts, e imágenes. Lo importante sería que nunca se deje de mirar desde la altura de quienes palpitan a la altura de las calles.