Hace pocos días, en horas de la madrugada, en el aeropuerto de Quito, mientras esperaba abordar un vuelo hacia la ciudad de Catamayo (Loja), pude notar que, frente al mueble de espera ubicado en el acceso de las zonas de embarque, llegó un grupo de 10 personas, pertenecientes a un mismo núcleo familiar que, por su vestimenta, intuyo provenían de alguna comunidad indígena de la serranía central. Ahí estaban los abuelos, los padres, hermanos, esposa e hija (pienso yo) de un joven, de no más de unos 25 años, charlando entre sí, hasta que finalmente llegue la hora de la partida. De pronto, las risas nerviosas iniciales desaparecieron cuando este joven procedió a despedirse de cada uno de sus familiares. Abrazos, bendiciones, llantos y una enorme tristeza se podía percibir con nitidez entre estas personas. Pero algo curioso, en todas ellas, incluido el viajero, pude notar que no se veían a los ojos, tenían la mirada fijada en el piso, supongo esto como una respuesta de defensa frente al dolor que provoca la traumática separación familiar, movida por una forzada migración que tiene sus raíces en la falta de empleo y de oportunidades en el Ecuador.
El drama que conlleva esa fractura social, seguramente, se la vive todas las madrugadas en los aeropuertos de Quito y Guayaquil y, desde luego, fuera de ellos, con las salidas irregulares, por miles, de ecuatorianos. Y esta tragedia se desarrolla en medio de una absoluta indiferencia del resto de la gente que acude a las terminales aéreas, las que seguramente viven sus propias realidades y también –en los otros casos- por la falta de solidaridad de una sociedad profundamente individualista.
Tan pronto se había ido del lugar este joven migrante, caí en la cuenta que mi mirada también estaba clavada en el piso.
Giovanni Carrión Cevallos
@giovannicarrion