Francisco descansa en Santa María La Mayor, pero su voz sigue resonando en los patios de la historia. No es solo un Papa el que ha partido, es el pastor que hizo del Evangelio un gesto de acogida, el líder que apostó por la ternura frente al poder, el creyente que eligió la pobreza de Belén en lugar del protocolo imperial. Su muerte abre ahora un tiempo de discernimiento profundo, el de un nuevo Cónclave, sí, pero también el de una Iglesia que se pregunta cómo continuar su legado sin traicionar su espíritu.
La Constitución Apostólica Universi Dominici Gregis guía el proceso que ya se activa: el Camarlengo certifica la muerte del Papa, se declara la sede vacante, se convoca al Colegio Cardenalicio y se organiza el Cónclave que, a partir del 7 de mayo, deberá elegir al sucesor de Pedro. Pero más allá de la norma, lo que se juega no es solo un nombre, que ya los medios barajan algunos; es la continuidad -o no- de una visión de Iglesia más fraterna, más abierta, más pobre y misericordiosa.
Francisco deja una semilla sembrada en tierra buena. No todos la comprendieron; muchos la resistieron y resisten todavía. Pero nadie puede negar que sacudió conciencias, cuestionó privilegios y volvió a poner al ser humano -y especialmente a este último- en el centro del anuncio cristiano. El próximo Papa no solo heredará una tiara invisible, sino una misión: la de seguir construyendo una Iglesia que hable el lenguaje del amor, que no se encierre en dogmas y clericalismos, sino que camine con los que sufren.
Mientras el humo blanco aún espera su hora, el corazón creyente reza no por poder, sino por coherencia. Porque, como Francisco nos enseñó, el verdadero Reino comienza en lo pequeño, en la mesa compartida, en la escucha profunda, en el abrazo sin condiciones. Esa es la Iglesia que ahora debe renacer.
Álex Daniel Mora Arciniegas
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