No nacemos para morir… Morimos para vivir

Nacer y morir son los hechos más seguros que tenemos en nuestra vida. Desde el momento en que nacemos, estamos muriendo poco a poco. Vida y muerte a veces hermanas, a veces rivales, serenas, inquietas, alegres, trágicas, místicas o mundanas… ¡están ahí! Es doloroso morir y también nos causa dolor ver morir a los que amamos. Es normal que, cuando la muerte nos visita, sea esta una experiencia fuerte que a veces nos desestabiliza.

La muerte no es algo fortuito que llega al final de la vida, tiene presencia a lo largo de la existencia humana y en ella se gesta y madura: estamos cómodos, calientitos en el vientre de nuestra mamá; para nacer tenemos que abandonarlo, salimos para vivir una vida más autónoma, con aire nuevo, espacio, luz, alimento nuevo…

Nacer es pasar una crisis penosa porque somos empujados hacia afuera de una forma drástica. Nos pasa igual cuando morimos: atravesamos una crisis, que es semejante a la del nacimiento. Vamos saliendo como arrancados de este mundo para entrar en otros espacios Cuando morimos, nacemos plenamente a nosotros mismos, porque morir es acabar de nacer.

No morir sería quedarse varado en el tiempo y en el espacio, en un punto tan minúsculo como este pequeño planeta. Sería una desgracia tener que vivir eternamente en esta vida, tan bella en tantos aspectos, pero tan limitada para cumplir lo que aspiramos. Sería totalmente injusto tener que vivir así, sin llegar nunca a este definitivo nacimiento que es la muerte.

Saber que ¡morimos para vivir! y que, de la dirección y el sentido que le demos a nuestra vida, depende también, la dirección y el sentido que demos a la muerte.