Desde una visión antropológica, la ternura es un bálsamo que vale tanto para el alma como para el cuerpo, es ese sentimiento cálido y afectuoso que nos impulsa a cuidar y a proteger a los demás.
Está en la esencia misma del ser humano, como fuerza inconmensurable que nace de lo más frágil de nuestro ser y se manifiesta como un afecto repleto de humanidad, una forma pura y desinteresada de expresar el amor.
La ternura es quietud de la piel y del corazón; se revela en los detalles: es delicada, tierna, cálida, y se da de manera gratuita. Se regala en el cariño expresado en una caricia, en un abrazo, en un beso, en un detalle sutil en una palabra oportuna, en el regalo inesperado en la escucha atenta, en un sencillo apretón de manos y de mil maneras que nos confirman que el otro está presente y que podemos contar con él.
La ternura está emparentada con el amor y, por ello, tiene la capacidad de darse y de brindar gratuitamente cuidado, protección, cariño y consuelo. Es un don de doble vía que, para manifestarse en su verdadera esencia, requiere reciprocidad: saber dar y saber recibir. Aprendemos a recibir ternura cuando reconocemos con dignidad nuestra propia carencia, esa necesidad fundamental de la que el ser humano no puede prescindir para vivir.
Cuando en nuestro camino encontramos personas de “corteza dura y huraña” que creen que la ternura es solo para los débiles, fracasados o perdedores, e insisten en verla como una vergonzosa muestra de fragilidad, quizá sea porque desconocen la verdadera naturaleza de la ternura. La ternura es, precisamente, una gran fuerza que surge de lo más frágil; una huella del Creador en nosotros.
Zoila Isabel Loyola Román
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