No se puede banalizar lo que ha sucedido con la vicepresidenta, Verónica Abad. Es un asunto serio y grave. Sus consecuencias tienen el potencial de minar el Estado de Derecho durante un largo período futuro. Por eso las consideraciones inmediatistas con las que se busca justificar las absurdas acciones de la ministra del Trabajo, son insuficientes frente al daño enorme que se causa a la idea social de democracia y al consenso público sobre la necesidad del imperio de la ley.
Habrá que recordar que a la noción original de un Estado sujeto al derecho siguió la idea de un Estado que, además, protege los derechos de los ciudadanos. Estas concepciones surgen de un largo camino de luchas y reivindicaciones a lo largo de toda la historia humana. Podría decirse que son la concreción del incesante anhelo de libertad que caracteriza a nuestra especie.
En el centro de este camino de reflexión política se encuentra el principio de legalidad. Enseña este principio que cualquier individuo investido de autoridad pública, en el ejercicio de su cargo, solo puede hacer las actividades que la ley prescribe. Y este fundamento, tan sencillo en su formulación, constituye la salvaguarda máxima en contra de la arbitrariedad, del abuso, del despotismo. Constituye además la piedra angular del Estado de Derecho hasta el punto de que puede decirse que cuarteada esta columna básica todo el edificio jurídico estatal tambalea.
Al otro lado del principio de legalidad se encuentran las antiguas monarquías absolutas, las añejas dictaduras militares o los modernos señoríos de líderes fortuitamente electos que en tantos lugares del mundo disfrazan su talante autoritario con un simulado respeto a las instituciones. Los ejemplos de este tipo de gobiernos abundan en nuestra América Latina, sus razones de ser varían, pero sus formas de engaño son siempre las mismas.
Carlos García Torres