Con la partida de Mario Vargas Llosa, se apaga una voz esencial de la literatura hispanoamericana y una vida consagrada al poder de las palabras. Fue novelista, ensayista, dramaturgo, periodista, intelectual y político. Un hombre de múltiples facetas, pero cuya identidad esencial estuvo siempre ligada a la escritura. Su literatura no fue solo un ejercicio estético: fue una forma de entender el mundo, denunciar injusticias y explorar profundas contradicciones.
Leer a Vargas Llosa marcó profundamente mi vida. La ciudad y los perros me enfrentó, desde muy joven, a la brutalidad de las instituciones autoritarias; Conversación en La Catedral me reveló cómo la corrupción destruye la esperanza colectiva; y La fiesta del Chivo me permitió comprender el poder devastador del autoritarismo. Sus novelas no solo me atraparon por sus tramas y personajes, sino que me enseñaron a mirar con lucidez crítica y sensibilidad humana.
Para él, la literatura era, ante todo, un acto de libertad. Estaba convencido de que leer y escribir son ejercicios esenciales para imaginar, sensibilizarnos y resistir el conformismo. Un testimonio de esa visión se refleja en una carta de 1967, recientemente hallada, en la que expresa su profunda admiración por Benjamín Carrión. En ella se refleja el respeto con el que el Nobel se relacionaba con los grandes referentes de la literatura latinoamericana, como el ilustre lojano.
En su discurso al recibir el Nobel de Literatura, afirmó: “sin las ficciones que inventamos, sin esas historias que nos prolongan la vida y la hacen más intensa, el mundo sería un lugar mucho más pobre”. Y tenía razón. Hoy lo despedimos con gratitud. Nos deja novelas inolvidables y una convicción luminosa: que la literatura importa, porque nos hace más humanos.
José Vicente Ordóñez
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