Una las expresiones que acompañó al movimiento estudiantil en Francia en aquel mayo del ’68, fue la de ‘prohibido prohibir’, como un grito por la libertad y un abierto cuestionamiento a las restricciones o imposiciones impuestas desde el poder, en tanto en una democracia, que se entiende está atada a los intereses del pueblo, los disensos deben ser procesados por los canales institucionales y respetando la ley, lo cual nos aleja de un escenario hobbesiano, donde impera la violencia, muerte, temor y el abierto autoritarismo.
De ahí que lo resuelto hace poco por el Consejo Nacional Electoral (CNE) de PROHIBIR, si con mayúscula, ‘…el uso de dispositivos móviles, eléctricos o electrónicos a los electores durante el acto del sufragio en las Juntas Receptoras del Voto; y, a partir de las 17:00 horas y durante toda la jornada de escrutinio a los Miembros de las Juntas Receptoras del Voto (MJRV), excepto a uno de sus integrantes para que pueda realizar las operaciones matemáticas necesarias para el llenado de las actas de escrutinio’ genera dudas e inconformidad en la población en tanto esta medida se adopta, según se dice, para garantizar un voto libre y secreto, lo cual, no obstante, termina siendo contradictorio en una sociedad del conocimiento, donde la tecnología juega un papel determinante no solo para la transmisión de la información, sino también con propósitos de transparencia.
De su parte el CNE sustenta su decisión en un informe de inteligencia policial en el que se recogerían denuncias de extorsión a ciudadanos por parte de organizaciones delincuenciales. De ser así y se entendería en un significativo número de casos para llegar a esa extrema resolución, se abre una interrogante: ¿Vivimos en un real estado de derecho, donde prima la libertad, o son los grupos delincuenciales organizados quienes tienen capacidad de influir, en forma determinante, en las decisiones electorales de los votantes? Entonces, ¿de qué estamos hablamos? Acaso, ¿de un estado fallido?
Giovanni Carrión Cevallos
@giovannicarrion