Un retrato de la indiferencia

La frase que resuena en redes “Mientras el muerto no sea tu muerto, el hambre no sea de tu estómago, la injusticia no sea contigo y la desgracia no sea de tu vida, ahí no duele, y la indiferencia será tu bandera” no es una simple reflexión, sino un espejo cruel y honesto de la condición humana. Es la destilación amarga de cómo la cercanía del dolor define la intensidad de nuestra reacción.

Cuando el muerto es “otro muerto”, el luto es un rito ajeno. Cuando la miseria habita un barrio distante, el hambre se apaga cambiando de canal. La injusticia se tolera como un mal sistémico hasta que el tentáculo de la corrupción o el abuso alcanza nuestra puerta. Esta distancia “geográfica, social y emocional” convierte la indiferencia no en una decisión cruel, sino en una comodidad peligrosa: una bandera que nos protege del peso insoportable de la empatía universal.

Pero el peligro de enarbolar esa bandera radica en su costo silencioso. Al reducir nuestro círculo de preocupación, negamos humanidad a los demás y, sin notarlo, nos condenamos a la soledad. El muro de la indiferencia que levantamos para protegernos del dolor ajeno será el mismo que impida que otros sientan compasión cuando la desgracia nos alcance. Porque, tarde o temprano, a todos nos toca.

Por eso, es urgente recordar que una sociedad está compuesta por muchas realidades. No todos partimos del mismo punto ni enfrentamos las mismas batallas. Antes de juzgar, hagamos el ejercicio de tomar por un momento el azadón del campesino que no logra vender su cosecha a un precio justo; de sentarnos tras el volante del conductor que invirtió sus ahorros en una unidad de transporte y no recibe tarifas que compensen su esfuerzo; de mirar con los ojos del obrero que trabaja jornadas interminables o de la madre que estira su salario para alimentar a sus hijos. Aprendamos a ser empáticos, no desde el discurso, sino desde el respeto. Y si no tenemos nada bueno o constructivo que decir, guardemos esas palabras que solo hieren y deslegitiman las luchas de otras clases sociales. Porque el silencio compasivo, a veces, es más digno que la crítica vacía.

Bajemos la bandera de la indiferencia antes de que sea demasiado tarde. La empatía no es un lujo moral: es la última red que sostiene la humanidad.

Mauricio Azanza O.

maoshas@gmail.com

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