Tengo miedo…

Miedo… aquella perturbación angustiosa del ánimo por un riesgo o daño real o imaginario. Esa sensación de que nuestro ser sea aniquilado o, por lo menos, mutilado. Nuestro primer llanto es una demostración premonitoria de lo que vamos a tener en toda nuestra vida: un peregrinaje lleno de miedos y tormentos por la falta de una seguridad totalmente confiable y definitiva. A cada vuelta de la esquina nos acecha una catástrofe, un flagelo o, por lo menos, un atentado que nos hace perder la calma o nos desanima de hacer algún proyecto que nos habíamos propuesto.

¡Cuánta obscuridad presenta la situación de miedo! No podemos acertar qué hacer frente a la traición de un amigo, la bancarrota de nuestra empresa, la muerte del ser más querido, el quebrantamiento de nuestra salud que se presentaba tan lozana, el asalto del terrorista que lanzó una bomba en el lugar por donde estábamos pasando y que mata a tanto inocente, el terremoto que deja sin hogar a cientos y miles de personas; en fin, la terminación del mes sin poder cubrir los gastos por el pequeño sueldo que tengo.

Pero, ventajosamente, no todo es tinieblas y muerte. Siempre nos está esperando una luz que nos muestra el camino que nos lleva a la vida, a la trascendencia, al cielo. Siempre tenemos la posibilidad de una nueva tierra y un cielo nuevo: el consejo adecuado del amigo, el nacimiento del hijo, la satisfacción de una deuda que arrastrábamos desde hace tiempo, la gracia del perdón que recibimos de la persona a la que habíamos perjudicado.

Siempre está presente la luz puesta sobre el celemín: la terminación de todo miedo, la oportunidad de la claridad, la presencia de quien es Luz inmortal y que nos alumbra hasta hacernos transparentes de felicidad. Porque Él hizo la luz y nos conduce hasta la luz para la que nos ha creado.

Carlos Enrique Correa Jaramillo

cecorrea4@gmail.com

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