Me siento afortunado porque desde muy niño te he sentido cercano y ejemplar. Acaso incorrupto porque jamás la deshonestidad y la inmoralidad han sido tus banderas. Al contrario, tu capacidad y energía para trabajar me parecen asombrosas. Siempre me pregunto cómo le haces. A eso súmale tu decisión –porque lo es– para saber ser padre, pero además esposo. Durante más de treinta años que tienes de matrimonio con mamá, jamás ha estado en duda tu fidelidad y respeto para con ella, para con nosotros y para con el hogar que algún día decidiste formar y que lo mantienes incólume hasta hoy. Eso dice mucho de ti, y me enorgullece también porque la solidez familiar tiene un valor mayúsculo en la vida de todo hombre.
Muchas veces pensé que fuiste bastante estricto en nuestra formación, así como también lo fue mamá, cada uno en los aspectos que les parecían más relevantes. Pero desde hace muchos años agradezco aquello porque sí, lo fueron, pero cuánto bien nos hizo a mis hermanos y a mí para aprender a vivir bajo los dictámenes de la ética, la moral, las buenas costumbres y sin la propensión de hacer daño a nadie. Tú, que eres un hombre auténticamente sencillo, me comprendes.
He admirado y agradecido siempre tu generosidad, y tu perspicacia para entender la importancia de nuestra educación, tanto en casa como a nivel formal. Jamás escatimaste esfuerzos ni recursos en aras de que cumpliéramos nuestras aspiraciones profesionales, y lo hemos conseguido. Pero siempre la gloria será tuya y de mamá, más que nuestra. Porque los hijos, en las manos de los padres, somos arcilla que ustedes moldean para entregarle al mundo…
Cuántas cosas adicionales podría decirte, papá, pero todas conjugadas en el amor, el respeto, la admiración y la gratitud que guardo por y para ti. Muchos asumirán que te pondero como un padre perfecto. Sé que no lo eres, porque nadie lo es, y porque los hijos somos aún más imperfectos. Pero siempre he de hablar de tus virtudes porque eso te hace grande, y ahora que aún estás yo abrazo esa grandeza. Y lo haré también cuando tu cuerpo me falte. ¿Sabes por qué? Porque el que ha sabido ser padre, como tú, es perenne, sempiterno, y trasciende. Siempre extraordinariamente.
José Luis Íñiguez G.
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