Nos despertamos con alarmas estridentes. La ciudad, impaciente, se cuela por nuestras ventanas: bocinas, motores, vendedores, notificaciones o los perros del vecindario hacen su parte. El ruido inicia su monólogo diario y nosotros apenas estamos conscientes. En la cocina, la cafetera burbujea, la radio mezcla noticias con opiniones, y el celular vibra: siempre tiene algo urgente que decir o recordarnos, aunque no sea cierto.
Salimos a la calle y el mundo es una orquesta desafinada. Voces y pasos de peatones, cláxones de conductores apurados, música no solicitada a todo volumen desde vehículos detenidos o parlantes en la farmacia de la esquina. En el trabajo, el ruido cambia de forma: correos entrantes, teclados incesantes, videollamadas superpuestas. No hay espacio para escucharse pensar. Incluso en los ratos de ocio, el silencio incomoda; lo llenamos con series, podcasts, listas de reproducción… y si por fin buscamos calma, el vecino se encargará de llenar el “vacío” con más ruido. Siempre ruido.
Al final del día, aunque ya no lo notemos, el televisor o el celular siguen llenando el ambiente. Dormimos con sonidos que nos ayudan a evitar el silencio, quizá porque nos incomoda.
Hoy, el silencio ya no es lo habitual, sino algo a lo que debemos aspirar. Vivimos sobre estimulados, pero en el fondo anhelamos una pausa, un momento sin distracciones para escucharnos. El silencio no es vacío: es espacio, es pausa, es posibilidad. No le tengamos miedo. Aprendamos a valorarlo.
Santiago Ochoa Moreno
wsochoa@utpl.edu.ec