Las lluvias y el viento de abril golpean con furia la Patria, no con la brisa amable que despierta esperanza, sino con el rugido ensordecedor de la división. Nuevamente nos encontramos en la encrucijada del destino con dos nombres disputando el timón de este barco que se tambalea sobre un océano de indecisión. Ecuador, como si se mirara en un espejo roto, ve su reflejo fragmentado en mil pedazos, cada uno apuntando en direcciones opuestas, cada uno con su verdad absoluta, cada uno con su propio fervor. Pero, ¿a qué costo?
«El precio de desentenderse de la política es ser gobernado por los peores hombres», decía Platón. Hoy, en nuestro país no solo nos enfrentamos a la realidad de ser gobernados, sino a observarnos desgarrar unos a otros en el proceso. Amigos de años que ahora se miran con recelo, familias que han dejado de compartir la mesa, compañeros de trabajo que, con una palabra o gesto, convierten la jornada en un campo de batalla ideológico. Y en las redes sociales, ese vasto y ruidoso coliseo digital, la brutalidad verbal se despliega con total impunidad: insultos, descalificaciones, amenazas, verdades a medias convertidas en armas.
Hemos olvidado que la esencia de la democracia radica en el respeto por la diferencia, en la posibilidad de coexistir a pesar del desacuerdo. Hemos caído en la trampa de la pasión desbordada, esa que enceguece, anula el juicio, transforma la razón en un arma de combate y la voz en un grito de guerra. Ecuador somos todos como un alma colectiva, y si esta alma se desgarra por la intransigencia y el desprecio mutuo, ninguna elección, ningún candidato, ningún programa de gobierno podrá salvarnos de nuestra propia decadencia. La polarización ha llegado a un punto en el que ya no se debate con argumentos, sino con el veneno de la burla y la agresión. Ecuador nos necesita a todos no como enemigos, sino como hermanos. Y la verdadera victoria, será la de un país que, en lugar de desmembrarse por la política, se una por el futuro.
Lucía Margarita Figueroa Robles
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