En el horizonte de la vida nacional cabalgan la cívica, la moral y la integridad. Se acercan presurosas, de la mano del Ministerio de Educación, para instalarse en los patios de las escuelas. Muy pronto, en el frío de una mañana de octubre, veremos a cientos de escolares cantando el himno nacional a todo pulmón. Se izará la bandera, se le tributarán los correspondientes honores, se respetará el día del escudo nacional, espantando a las brujas que lo manchan y con estas acciones se habrá instaurado de manera definitiva la ética en la vida nacional. Así debe suceder porque así sucedió en los tiempos pasados cuando todo era ideal y vivíamos una vida justa y ordenada llena de fechas patrias, de cantos, de símbolos. Mientras los chicos y las chicas canten más fuerte, habrá menos violencia en las calles, las pandillas se desvanecerán en el aire, los funcionarios públicos retrocederán en el tiempo hasta los días en que tenían almas puras, los contratistas incumplidos sentirán remordimientos en sus corazones endurecidos, en definitiva, volverán las nieves de antaño. Veremos a los asambleístas vestir de blanco inmaculado con relucientes rostros de primera comunión y todo volverá a ser como era en ese Ecuador imaginario en el que no existía ni pobreza ni desigualdad y en el que todos trabajaban duro para ganarse su postre.
Por desgracia los símbolos no han logrado cambiar nunca las realidades. El regreso de la cívica a las aulas tiene un encanto grato y nostálgico, pero ningún estudiante puede sentirse verdadero ciudadano de un Estado que margina a la mayor parte de la población y en que las castas de riqueza y de poder se reflejan imperturbables en las listas electorales. El mejor impulso a la cívica será siempre la equidad, madre solitaria del patriotismo y la honestidad.
Carlos García Torres
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