Me causó cierta sorpresa que la severa Real Academia Española de la Lengua haya aceptado la palabra “chat” entre las augustas páginas de su diccionario. Nadie puede ir contra el cambio, los teléfonos nos dominan con rigor inteligente y como resultado de este dominio quién más quién menos se encuentra metido hasta las narices en varios grupos de chat. Habría que crear una taxonomía para estos nidos de conversaciones intrascendentes. Los hay de varios tipos. Están, por un extremo, aquellos que nadan en religiosidad cibernética y que recomiendan intenciones pías o prescriben comportamientos ejemplares. Frente a ellos, en el extremo opuesto, se encuentran los de antiguos camaradas que se nutren, principalmente, de chistes picantes y de fotografías de tinte vagamente erótico. En el medio se encuentran esos chats motivadores dedicados a inventarle caminos rectos al torcido azar, así como los chats patrióticos consagrados a recordar fechas históricas y a la sentimental añoranza de tiempos mejores que nunca ocurrieron; aparecen luego los chats políticos en donde se depositan chismes imposibles que en nuestro país inverosímil a la postre resultan ser verdad; asoman a continuación los chats de promociones y ventas con ofertas que no se pueden resistir y que una vez aceptadas no se dejan de lamentar. Finalmente, y en el lado más oscuro del bosque de mensajes electrónicos, están los chats de cuestiones de trabajo que con siniestra perversidad nos recuerdan las obligaciones que no hemos cumplido y que con total impunidad atentan contra nuestro sano derecho a la pereza. Cada uno de estos grupos, como bien lo sabe el lector, tiene una dinámica diferente para cuyo profundo análisis nuestras universidades oportunamente proveerán esos minuciosos investigadores que, contrariamente a lo que pensaba el viejo Lucrecio, son capaces de sacar algo de la nada.
Carlos García Torres
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