A veces uno quisiera creer que invocar a Dios sería un gesto de reconciliación, de compasión, de humanidad compartida. Pero, al ver las imágenes diarias de nuevas explosiones en Gaza, no puedo evitar preguntarme: ¿qué clase de dios legitima las bombas, las ciudades convertidas en ceniza y los niños muertos bajo los escombros?
Resulta obsceno que dirigentes poderosos pronuncien oraciones solemnes tras pulsar botones de muerte. Hace días, Estados Unidos lanzaba misiles sobre Irán, Israel lo sigue haciendo sobre Gaza, y ambos proclaman con cinismo que cuentan con el amparo divino. Se agradecen a sí mismos su violencia, como si el Dios de Jesús —ese que abrazaba al extranjero y levantaba al herido— aplaudiera su estrategia de exterminio.
¿Dónde está la coherencia ética en este mundo que decide qué país puede tener armas nucleares y cuál no? Israel conserva arsenales atómicos capaces de arrasar continentes, mientras Irán es demonizado por pretender siquiera acercarse a ese poder. La narrativa oficial nos vende la idea de un “enemigo eterno”, y pocos se atreven a desmontar semejante farsa.
Pero no es cuestión de resignarse a la injusticia. Si creemos en un Dios de amor y libertad, debemos entender que no interviene como un titiritero que controla la historia. Ese Dios confía en nuestra conciencia y en nuestras manos, confía en que somos sus manos. Somos nosotros, hombres y mujeres comunes, quienes tenemos la responsabilidad de rebelarnos contra el odio.
Quizá no podamos detener los misiles y armas cargados de muerte, pero sí podemos alzar la voz. Investigar. Discutir. Denunciar la guerra y el genocidio que se disfraza de misión sagrada. Porque si callamos, la mentira seguirá ocupando los altares. Y entonces, el verdadero Dios, el de la justicia y la dignidad humana, seguirá siendo traicionado por quienes pronuncian su nombre en vano.
Álex Daniel Mora Arciniegas
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