El último proceso electoral en el Ecuador deja en evidencia a un país profundamente polarizado entre dos fuerzas bastante definidas. La una, representada por el correísmo, que aglutina a la Revolución Ciudadana (RC5) y, la otra, a un conjunto de agrupaciones políticas que llevan en la frente el membrete de anti-correístas, incluyendo en esta última categoría al noboísmo, identificado con el Movimiento Acción Democrática Nacional (ADN), tienda partidista que, como se conoce, por un accidente de la democracia ecuatoriana, llegó a ocupar la Presidencia de la República, luego del reposicionamiento electoral producido a raíz de la violenta muerte de ex candidato presidencial, Fernando Villavicencio.
Y la consecuencia de un país polarizado es que el debate y las decisiones que adoptan tanto los actores políticos como la propia ciudadanía, responde a esa visión reduccionista de abordar la realidad siempre desde el radicalismo o el más exacerbado odio, lo cual, no permite analizar racional e integralmente la problemática y sus soluciones. En este estado de paranoia, siempre se ve fantasmas donde no los hay y se recurre con harta frecuencia a la posverdad como herramienta para retorcer los hechos objetivos en función de intereses particulares o de grupo, afectando con ello el bien común, es decir, se distorsiona en forma intencional la realidad para manipular la opinión pública y con ello las decisiones de un cándido electorado que ni siquiera vota por personas sino por números o colores.
De esa manera se ahonda la crisis de la democracia representativa, ya que quienes llegan a instancias de poder (muchas veces desconocidos para la gran mayoría, lo cual es una gran paradoja) no tienen el vínculo que los ata con sus electores o con el interés general, sino -más bien- que sus actuaciones están subordinadas a otras esferas de decisión, deteriorando con ello los niveles de apoyo y satisfacción de una democracia enferma, una democracia de oropel.
Giovanni Carrión Cevallos
@giovannicarrion