El diccionario de la RAE define al subsidio como una “prestación pública asistencial de carácter económico y de duración determinada”. Nuestra Constitución determina que los subsidios son uno de los medios para que la política fiscal cumpla el objetivo específico de redistribuir el ingreso.
Los manuales enseñan que, para evitar una distorsión en la economía, un subsidio debe cumplir tres requisitos. Primero, debe ser temporal; es decir, no puede ser permanente. Segundo, debe ser focalizado; o sea, no puede ser general y debe estar dirigido a aquellos segmentos de la población que realmente lo necesitan. Tercero, debe ser económicamente sustentable; en otras palabras, el Estado debe tener los recursos económicos para financiarlo.
En el Ecuador, el subsidio a los combustibles en general, y al diésel en particular, no han cumplido ninguno de los tres requisitos indicados. Fueron adoptados por la dictadura militar, en 1974, como efecto del “boom” petrolero; o sea, hace más de medio siglo. El subsidio a los combustibles ha sido aplicado a la población en general; es decir, a ricos y pobres; a ciudadanos honestos, contrabandistas, mineros ilegales y narcotraficantes. Tan grave como lo anterior es que ha constituido una carga onerosa para un Estado que padece un déficit fiscal crónico.
Si perverso ha sido el subsidio a los combustibles; igual de perverso fue el “paro nacional” para oponerse a una correcta decisión del presidente Noboa; convocado por una dirigencia indígena filoterrorista, que, en vez de proponer un plan de mejoramiento de las condiciones de vida de la población a la que representa, ha preferido subordinarse a los intereses estratégicos tanto del crimen organizado transnacional como del brazo político de la mafia (léase correísmo).
Gustavo Ortiz Hidalgo
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