En un tranquilo bosque, los animales eligieron a un zorro astuto como guardián del gallinero.
Prometió seguridad, orden y el mejor maíz para todos. Al principio, todo parecía en calma, pero pronto las gallinas empezaron a desaparecer. Las plumas en el suelo y el silencio del gallinero despertaron sospechas.
Los viejos y sabios búhos del consejo animal comenzaron una investigación. Las ardillas trajeron pruebas, los patos testificaron y hasta los ciervos, siempre neutrales, expresaron preocupación. Sin embargo, al llegar el día de juzgar al zorro, los otros miembros del consejo —un grupo de hienas de mirada esquiva y cuervos con el pico manchado de maíz— lo absolvieron sin titubear.
No era sorpresa: el zorro, previsor, había repartido huevos y maíz de oro puro a todos ellos. Compró sus silencios, decoró sus madrigueras y les prometió más festines si lo protegían. El juicio fue una farsa. La selva entera lo sabía, pero no podía gritar.
Cuando el zorro cuida el gallinero, no hay justicia, solo negociaciones disfrazadas de ley. Así, el zorro siguió en el poder, celebrando su victoria con banquetes nocturnos. Mientras tanto, las gallinas seguían desapareciendo, una por una, bajo la mirada cómplice de las hienas y los cuervos del bosque.
Y aunque los búhos insisten en que la verdad siempre encuentra la luz, en este bosque, la sombra del zorro aún cubre la entrada del gallinero.
El bosque calla, pero no olvida. Porque, aunque los zorros cambien, el gallinero siempre recuerda quién abrió la puerta.
Victoriano Suárez Álvarez
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