“La culpa es de…” es una frase común, pero también una de las trampas más profundas de la mediocridad. No porque ser mediocre signifique ser promedio, sino porque implica renunciar al propio potencial y entregarse al victimismo. La mediocridad florece cuando se evade la responsabilidad personal.
Vivimos en una cultura donde culpar a otros se ha normalizado. Quien no asume responsabilidades busca excusas:
“No tengo el trabajo que quiero porque el gobierno no ayuda.”
“No progreso porque mi jefe tiene favoritismos.”
“Mi vida no cambia porque los demás no me apoyan.”
Esta narrativa entrega nuestro poder a factores externos. Cuando el problema siempre está afuera, también lo está la solución. Y así, la persona se vuelve espectadora de su propia vida.
El primer paso para abandonar la mediocridad es un acto de valentía: la autoevaluación honesta. Preguntarnos con rigor qué parte del resultado depende realmente del entorno y qué parte es consecuencia de nuestras decisiones, hábitos o inacción. Si no hay ascenso, ¿hemos desarrollado nuevas habilidades? Si la relación no funciona, ¿estamos aportando nuestro 50% emocional? Si la salud falla, ¿estamos cuidando nuestro cuerpo o escogiendo la comodidad inmediata?
Transformar el “¿Por qué me pasa esto?” en “¿Qué hice o dejé de hacer para que esto ocurra?” cambia todo. La energía deja de drenarse en la queja y se canaliza hacia la acción.
Ahí nace la filosofía del Constructor de Destino, basada en tres principios:
Asumir responsabilidad total. No controlamos todo lo que ocurre, pero sí cómo respondemos.
Actuar dentro del círculo de influencia. Enfocarse en lo que sí podemos cambiar.
Ver el fracaso como retroalimentación. No como motivo para detenerse, sino como aprendizaje.
El abandonar la mediocridad es un viaje, y como tal requiere coraje, humildad y disciplina. La culpa nos estanca; la responsabilidad nos libera.
Mauricio Azanza O.
maoshas@gmail.com