El gobierno líquido: entre la pantalla y la ausencia de Estado

El Ecuador vive, desde hace ya varios gobiernos, una política cada vez más líquida, como diría Zygmunt Bauman: cambiante, volátil, sin estructuras sólidas ni horizontes duraderos. Daniel Noboa no es el origen, sino el síntoma más reciente de un modelo de poder que se sostiene más en la imagen que en la política pública. Antes que él, Rafael Correa construyó un relato épico de redención nacional; Lenín Moreno, una narrativa de reconciliación; y Guillermo Lasso, una de eficiencia empresarial. Todos, en distintas formas, priorizaron la comunicación sobre la transformación, la adhesión emocional sobre el debate racional.

Hoy, el presidente ha perfeccionado ese arte líquido. Su gobierno se mueve entre la inmediatez de las redes y la estética del mensaje, más atento al ritmo del algoritmo que al pulso del país. La gestión se confunde con la campaña, la popularidad con la legitimidad. Cada anuncio parece diseñado para las cámaras, no para el Estado. La gobernanza se ha convertido en una story que dura veinticuatro horas, mientras los problemas estructurales —la inseguridad, la desigualdad, la desinstitucionalización— permanecen sin respuestas de fondo.

Pero el verdadero problema no es solo quién gobierna, sino cómo se gobierna en esta era líquida de la política ecuatoriana. Hemos pasado de la plaza pública al feed digital, del debate ciudadano al eslogan. Somos una sociedad seducida por la inmediatez, adicta a la ilusión de cambio que nunca llega.

Frente a ello, urge recuperar el pensamiento crítico como acto de resistencia. No se trata de rechazar a un presidente, sino de exigir profundidad en la política, consistencia en el discurso y responsabilidad en la acción. Porque si seguimos aplaudiendo la forma sobre el fondo, terminaremos viviendo en un país que se disuelve en la pantalla, mientras la realidad —más dura y menos brillante— se nos escapa entre los dedos.

Pablo Ruiz Aguirre

pabloruizaguirre@gmail.com

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