Nunca he sido partidario de ejercer control en las aulas, pero tampoco de que sea un gallinero. En la formación universitaria debemos crear un equilibrio entre control y confianza para definir, no solo la dinámica del aula, sino el tipo de egresado que formamos. El control, entendido como la imposición de normas, vigilancia constante y evaluación rígida, puede ofrecer estructura, garantizar el cumplimiento de objetivos y prevenir el caos. Sin embargo, su abuso genera estudiantes obedientes pero pasivos, dependientes de la autoridad y con escasa autonomía crítica.
Por otro lado, la confianza apuesta por el desarrollo de la autorregulación, el compromiso y la responsabilidad genuina. Cuando el docente confía en sus estudiantes, promueve ambientes donde el error se asume como parte del aprendizaje, se estimula la iniciativa personal y se cultivan habilidades blandas como la empatía, la resiliencia y la creatividad. No obstante, sin límites claros, la confianza mal entendida puede derivar en laxitud, falta de dirección y pérdida de estándares.
Para moldear un perfil de egreso coherente con los desafíos del siglo XXI —autónomo, ético, propositivo—, se necesita un liderazgo pedagógico que combine ambos enfoques. El control debe garantizar un marco ético y académico; la confianza, impulsar el potencial transformador de cada estudiante. Así, se forma no solo un profesional competente, sino una persona capaz de actuar con libertad responsable en contextos cambiantes, complejos y diversos.
La libertad conlleva responsabilidad. Puedes hacer lo que consideres oportuno siempre y cuando asumas las consecuencias de lo que hagas.
Victoriano Suárez Álvarez
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