La crisis institucional y política que atraviesa el Ecuador no solo revela un Ejecutivo frágil en su accionar, sino una Asamblea que, pese al eslogan “nueva Asamblea”, no termina de transformarse. El país requiere un Parlamento que legisle y fiscalice con visión de Estado; sin embargo, la fiscalización sigue siendo selectiva, con dedicatoria, calibrada según convenga al poder de turno. Ese uso instrumental erosiona la separación de poderes, distorsiona el control político y empobrece el constitucionalismo democrático.
En el terreno legislativo, los tropiezos son evidentes. Varias leyes económicas urgentes han sido objetadas e incluso declaradas inconstitucionales por la Corte Constitucional; además, la Asamblea se ha enfrascado en pugnas por resoluciones o acuerdos carentes de eficacia. Cada revés no solo es un golpe a la mayoría de turno, sino que también mina la seguridad jurídica, frena inversiones, altera reglas y evidencia graves fallas de técnica legislativa.
El desafío es político e institucional. Hace falta un pacto básico, fortalecer la independencia entre funciones; crear verdaderos partidos y movimientos políticos; elevar la calidad normativa con análisis de impacto regulatorio; profesionalizar comisiones y equipos asesores con criterios de mérito y ética; ordenar la fiscalización con estándares técnicos y plazos, sin dedicatorias; y abrir los datos de todo el ciclo legislativo para que la ciudadanía evalúe y corrija rumbos.
La Asamblea no puede seguir administrando coyunturas ni disputas menores. Debe asumir un mandato claro de legislar para las grandes necesidades nacionales y fiscalizar sin favoritismos. Si logra ese giro, la política y la institucionalidad recuperarán, al menos en parte, su prestigio; las reglas serán más estables y la democracia ecuatoriana empezará, por fin, a madurar.
Daniel González Pérez
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