Al observar los asombrosos descubrimientos tecnológicos cabe preguntarse ¿Por qué somos pobres en un mundo de avances tecnológicos milagrosos?, mientras la inteligencia artificial reemplaza las actividades humanas, millones de personas yacen en la miseria.
Los economistas Mokyr, Aghion y Howitt recién galardonados con el nobel revelan que la tecnología es como un río caudaloso: su poder depende de los cauces que la reciben. Podemos tener aguas turbulentas de innovación, pero si nuestros sistemas educativos son desiertos áridos, si nuestras instituciones son tierras erosionadas, el progreso se evapora antes de dar fruto
Mokyr nos enseña que el crecimiento no nace del capital, sino de mentalidades. La «cultura del crecimiento» es el suelo nutritivo donde la tecnología echa raíces. ¿De qué sirve importar robots si exportamos cerebros? ¿De qué vale la fibra óptica si nuestras universidades enseñan obediencia en lugar de curiosidad? La pobreza es, ante todo, una crisis de imaginación institucional.
Aghion y Howitt completan esta verdad con crudeza: en nuestras economías, los monopolios no innovan para crear, sino para conservar. La «destrucción creativa» schumpeteriana se convierte en «conservación estéril».
La tecnología sin ecosistema apropiado es como semilla en cemento: promete vida donde no puede germinar. Construir riqueza exige los cimientos que estos economistas señalan: educación que libere mentes, instituciones que premien el mérito sobre el compadrazgo, y una sociedad que abrace lo desconocido con valentía.
La pobreza no es nuestra condena, sino nuestra elección colectiva. Es el precio de preferir la comodidad de lo conocido sobre el caos fértil del progreso. El desarrollo llegará cuando entendamos que la tecnología no es varita mágica, sino espejo que refleja fielmente el valor de nuestras instituciones y la audacia de nuestros sueños colectivos.
Jorge Abad
jhabad@utpl.edu.ec