Una tarde soleada de domingo congrega a una colorida multitud que abarrota las gradas del estadio. Cada espectador tiene en su corazón a los colores y al equipo de sus entrañas. Todos siguen, atentos, las incidencias del partido. Se angustian en los momentos de peligro en el área de candela. Se indignan ante la ceguera del árbitro que deja pasar un penal evidente. Contienen la respiración en los tiros libres y se tapan los ojos en los tiros de esquina. Al final la euforia triunfa en ganadores y perdedores. Quien porte la camiseta del adversario se convierte de inmediato en un enemigo frente al cual solo cabe el ataque o la huida. Lo que comenzó como un inocente encuentro deportivo pronto se convierte en un alarde de violencia y brutalidad. El hincha de un equipo no atiende razones, solo atiende al instinto de la manada.
Hace siglos, en Constantinopla, el enfrentamiento entre hinchadas rivales en un hipódromo llevó a una rebelión general que terminó en una matanza de decenas de miles de personas. La estupidez no es moderna, ha tenido siglos de perfeccionamiento.
Sin duda, el que uno tenga preferencia por un equipo determinado no implica que se caiga en tales excesos. La violencia en los estadios es fruto de unas determinadas barras bravas que son bien conocidas.
En la actividad política, en cambio, el debate se ha convertido en un concierto de aullidos de aficionados cerriles que enloquecen en cuanto ven el color de la camiseta enemiga. En el mejor de los casos se miran los problemas nacionales como la rivalidad eterna entre la posición A y la posición B. No se consideran los puntos intermedios. No se piensa en las ideologías. En casos más graves, la terrible situación en la que se encuentra el país se resuelve apelando a un ídolo, a un tótem que, desde la presidencia o desde la oposición, trasciende la condición humana y alcanza la calidad de hechicero de la tribu. Los partidos políticos no importan. Importan sólo los líderes, las deidades con pies de barro que son tan sordas al clamor popular como los becerros de oro de la antigüedad.
Carlos García Torres
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