No cabe duda: el formidable avance de la tecnología es asombroso. Nos abre puertas insospechadas, descubre caminos que no imaginábamos, facilita la comunicación, amplia nuestros conocimientos y, en muchos casos, propone soluciones a los múltiples problemas que afronta la humanidad.
Pero al mismo tiempo, esta herramienta prodigiosa también ha servido – y sigue sirviendo como un arma de doble filo. Con la misma fuerza con que construye, también destruye. Con la misma fuerza que alumbre, también enceguece. Y uno de los ejemplos más preocupantes es el afán desatinado de ciertas personas por ostentar vanidades, a tal punto que recurren a fotografías retocadas o realidades maquilladas para aparentar lo que no son: belleza inalcanzable, éxito ficticio, importancia artificial o una supuesta superioridad frente a los demás.
Esta tendencia, que a primera vista parece inofensiva, en realidad esconde un problema profundo: la pérdida de autenticidad. Cuando lo que más importa es la apariencia y no le esencia, se corre el riesgo de confundir la vida con un escenario donde lo único que cuenta es la máscara, y no la realidad. La tecnología, en lugar de reflejar lo mejor de nuestra condición humana, se convierte entonces en un espejo deformado y mentiroso que alimenta la comparación dañina, la inseguridad personal y la pavorosa cultura del engaño.
¿Cómo combatir este mal? La respuesta no puede estar en prohibiciones ni en censuraras, porque la tecnología es parte de muestro futuro. La única salida real -no hayo otra- está en la educación (en la casa) y en la enseñanza (en la escuela). Educar no solo en destrezas técnicas, sino en valores humanos; no solo en manejo de los instrumentos digitales, sino en el sentido ético de su uso. Necesitamos una pedagogía que forme ciudadanos conscientes, críticos, capaces de distinguir entre la verdad y la apariencia, entre la autenticidad y el engaño.
De lo contrario- tengan la seguridad- que corremos el riesgo de que la humanidad, deslumbrada por sus propios inventos, termine prisionera de una ilusión vacía. Y ese, sin duda, sería el costo demasiado alto para el progreso.
Así lo veo.
Jaime A. Guzmán R.
jaimeantonio07@hotmail.es