Sus ojos, pequeños de un color café oscuro, reflejaban una nostalgia infinita. Tenía la ropa bastante raída. Los zapatos demostraban el esfuerzo que produce caminar sin rumbo. Estaba sola dentro del supermercado. Con prudencia, para que los guardias no la vieran, se aproximaba a las personas. Quería una moneda o algo de comer. Venía del norte del país, seguramente de la serranía profunda, de aquella en dónde el páramo y la desolación son parte del paisaje. Cuando se acercó, lo hizo con miedo. Parecía que no había comido. Balbuceante y entre lágrimas, me explicó que afuera estaban sus hijos. Una aventura así solo puede ser movida por el hambre y la desesperanza.
A lo mejor, durante los últimos meses, nuestras almas se endurecieron por la enorme presencia de hermanos venezolanos en las calles. Ahora, era una coterránea la que se presentaba en condiciones parecidas. Pero es tiempo de pandemia y la cercanía con el otro produce temor, que puede convertirse en indolencia.
A veces escucho el discurso de que son personas vagas y que, realmente, no quieren trabajar. No lo creo. Puede que haya algún caso excepcional, pero, en lo más profundo del corazón, sabemos que ninguna madre arriesgaría, innecesariamente, a sus hijos.
Un sentimiento de impotencia y rabia me invadió el resto del día. La ira aumentó, cuando, en las redes sociales, los sonrientes candidatos, volvían a mentir. Ellos son responsables por esa mirada.