Hace un año las calles de varias ciudades del país sintieron el paso en fila apretada de quienes guardaban en común la indignación frente a un gobierno que se había arrodillado –como lo ha vuelto a hacer- frente a su amo imperial, al que le pide anuencia y bendición para tomar decisiones. Todas esas eran señas de muerte de un gobierno que se mantenía por gracia y desgracia de los que detentan los fusiles y la violencia legitimada.
Octubre volvió y trae consigo una crisis más aguda. La grieta que se había abierto hace doce meses, hoy no ha dejado de sangrar: la precarización avanza, los despidos continúan, la feria de empresas públicas sigue como antes, la economía sigue su rumbo al abismo, la corrupción no cesa de espantar, y los representantes del gobierno, más cínicos que antes, defienden las balas que disparan, el hambre que provocan y el desvarío que ostentan.
El levantamiento popular que sucedió en octubre pasado, estaba en sintonía con las revueltas del mismo tipo que se llevaban a cabo en varios países del continente, en los que el concierto del capital bárbaro que no mira a quien golpea, pero si a quien beneficia, se desplegaba sin revisiones mínimas.
Octubre y su memoria retorna en medio de una crisis política profunda, de una crisis civilizatoria, mundial. Hay a quienes les molestan las paredes manchadas por la voz de los que no pueden hablar, y a quienes les fastidia el tráfico provocado por la gente que jamás ha tenido derecho a transitar por su ciudad, pero son ellos mismos los portadores de una razón que no se admite en la ‘decencia’ de los que opinan desde los privilegios.