Cuando llegamos a este mundo, nacemos desnudos; no poseemos nada; tienen que alimentarnos y vestirnos; somos sumamente débiles; no conocemos nada del mundo; ni siquiera tenemos el lenguaje. Somos casi totalmente indigentes: no poseemos ningún bien con excepción de nuestro cuerpo y nuestra vida.
Empezamos entonces a recibir toda clase de bienes. De la familia, de los parientes, de los amigos, de la comunidad. Bienes materiales como la vestimenta o el alimento; bienes espirituales como el amor; bienes psicológicos como el afecto. Podemos disfrutar de esos bienes y hacerlos propios. Así, por ejemplo, hago propio el calor del sol y el aire que respiro en cada momento. Me apropio de la leche materna, de la cuna en que duermo, de la vestimenta para cubrir mi cuerpo, del amor y del cariño de mis padres, del lenguaje con el que puedo comunicarme con los demás…
Entonces aprendo que debo apropiarme de los bienes que facilitan mi existencia para poder sobrevivir. Y en la misma medida en que yo lo hago, deben hacerlo los demás. Voy aprendiendo que la propiedad privada mía la obtengo de lo que me comparten otros de la suya, también de la naturaleza y de mi trabajo. El reconocimiento a la propiedad privada es, por lo tanto, ineludible.
Y voy aprendiendo que los demás también deben satisfacer sus necesidades de todo tipo y que no debo adueñarme de esos bienes. El respeto a la propiedad privada permite una convivencia comunitaria sana, por lo que se convierte en un derecho, reconocido en todas las leyes humanas. Por encima de este derecho encontramos otro que es anterior y fundamental: el derecho a la vida. Si se elimina este derecho, se anulan todos los demás. Tenemos, pues, como corolario: es absurdo luchar por los derechos humanos si no defendemos el derecho fundamental a la vida.