Seguramente en algún episodio de nuestras vidas, hemos constatado que lo que escuchamos, leemos, observamos ha llenado nuestras expectativas, logrando que sintamos un regocijo en el alma, un hálito de paz; hasta que súbitamente surge algún comentario disímil, una percepción hasta cierto punto negativa que provoca inmediatamente aquella paradoja en nuestro pensamiento ¿quién está en lo correcto?, y es que indudablemente no podríamos establecer que existe un solo significado real y verdadero de una obra, ya que únicamente existen variedad de lecturas. Esa pluralidad puede ser objeto de estudio por medio de la historia de la recepción que recopila las diversas interpretaciones que se han hecho. Se reconstruye el horizonte de expectativas de las épocas y lugares, develando las relaciones de sentido que se produjeron entre la obra y los intereses e intenciones de su audiencia. De ahí que existen teorías y metodologías del estudio de las obras, en vista de que inevitablemente se interpreta, escucha, ve, lee un texto de diferente forma, y con ello el significado de la obra no está solo en ella, varía con las expectativas de contextos culturales en las que se interprete.
El lector implícito constituye un oyente hipotético que cuenta con todas las predisposiciones necesarias para que la obra cause su efecto. No se trata de una persona en concreto sino de una abstracción. Ya que hay artes escritas pero también las que no están escritas pero cuentan algo. Con esta teoría ya no nos referimos únicamente a un texto sino a todo ese canon estable de grandes obras, el cual trepida exiguamente y es el lector quien tendrá la clave para descifrar las obras y regocijarse en ellas.