La muerte y la política

Toda cultura tiene formas particulares de enfrentarse a la muerte, en unos son más festivos que en otros, pero en cualquiera de los casos particulares, hay una seña compartida entre todos los eventos alrededor de ella: redescubrir o mantener la relación de quienes habitan el mundo de la vida, y de quienes han cruzado el fino umbral de lo eterno. Ello lo convierte en un rito importante en la memoria de las familias y las ciudades.

Al ser la muerte parte de la vida, al ser una parte indisociable de la existencia humana, se deben procurar mecanismos de gestión pública que den vida a la memoria de los muertos, que se los honre sin idolatrarlos, pero que sobre todo se creen condiciones de una vida digna para que ésta termine también de forma digna. Sobre el mundo hay muertos que tiene más vida que muchos otros que mueren todos los días en medio del anonimato y la ignominia de saberse solos en un mundo donde hay abundancia para pocos, y escasez para muchos.

Lo que se contrapone a la vida, es la sobrevivencia, no la muerte. Y si se honra a la muerte, también debe honrarse la necesidad de que la gente pueda tener condiciones mínimas para una vida digna, y para que no se vean forzados a sobrevivir, que sería, en definitiva, una degradación de la existencia misma. 

La vorágine de los últimos años ha convertido a la política en un manejo de la vida y de la muerte: sus decisiones trascienden todo y deciden quien debe vivir y quien no. Por ello se torna cada vez más importante ‘la política’, para entenderla como la función colectiva que nos construye.